Grotèsque Club DJ

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miércoles, 29 de julio de 2009

EL PERDÓN Y LA IRA



Dice una antigua frase: "Si eres paciente en un momento de ira, escaparás a cien días de tristeza".

Me vienen hoy algunas reflexiones sobre esos momentos en los que desatamos los caballos de la ira, en los que la cólera nos ciega y herimos, consciente o inconscientemente, a veces a quien más amamos.

¿Quién no ha perdido los estribos, a pesar de haberse propuesto firmemente no hacerlo?

Hay un proverbio árabe que me encierra una sencilla sabiduría, y que seguramente ya habéis oído: “hay tres cosas que nunca vuelven atrás: la piedra tirada, la palabra pronunciada y el agua pasada.
Leí hace poco un artículo de José Luis Cano Gil, psicoterapeuta y escritor, que me abrió los ojos sobre la ira, y sobre el necesario perdón que cierre la herida, que muchas veces abrimos involuntariamente en un momento de ceguera.

Nuestra civilización se basa en los conceptos de pecado y perdón. Los valores cristianos que primero se expandieron y después llegaron a sustituir a la otrora invencible Roma, nos hicieron valorar más por un lado al ser humano, pero introdujeron un cierto determinismo resignado, y la inevitable culpa que creo era ajena a los patricios y plebeyos que se fundían en una catarsis en honor a Baco.

Pero perdonar sinceramente no es un ejercicio fácil…

Cuando alguien nos daña, experimentamos dos cosas: rabia, o necesidad biológica de devolver el golpe; humillación, o herida en nuestro orgullo o narcisismo. La primera es relativamente breve y fácil de administrar. Podemos descargarla, desviarla, disfrazarla o reprimirla completamente en función de su magnitud y de nuestras circunstancias (miedos, sentimientos de culpa,...). La humillación, en cambio, ya no podemos controlarla tan fácilmente, porque depende enteramente de nuestra madurez emocional. Cuanto más infantiles somos, más grandes y duraderos suelen ser nuestros rencores, y más realimentan éstos nuestros odios y deseos de venganza.

Perdonar es renunciar a nuestro deseo de devolver el daño. Por tanto, si queremos perdonar de un modo genuino, es decir, sin fingimientos conscientes o inconscientes, necesitamos descargar nuestra ira de algún modo legítimo -es decir, sin hacer daño a nadie-, y reducir, por maduración, nuestro narcisismo.


Hay muchos cauces por los que yo dejo correr los pequeños (o grandes) arroyos de la ira desatada, o de los sinsabores y desengaños. A veces varios se unen, en un rumor sordo que se retroalimenta, en una dinámica que es necesario parar. Cantar a voz en grito, una cena en buena compañía, un paseo prolongado, bajo el sol o bajo la sabia y pálida luz de las estrellas… Mi favorito, sin duda, es permanecer a la orilla del mar, sumergirme en su inmensidad… todos los males se los lleva la marea!

Podemos entender, así, muchas trampas ocultas del falso perdón. Por ejemplo, si decimos "yo perdono pero no olvido", lo que realmente sentimos es: "sigo dolido y enfadado, pero lo disimulo".

El perdón auténtico es, en suma, un lujo exclusivo de las personas maduras y desfogadas, no de las personas infantiles o reprimidas. Perdonar desde el sentimiento de culpa, o desde afanes moralistas o supuestamente "terapéuticos", es sólo una farsa, un síntoma más de nuestra neurosis. El perdón sincero, como los besos y las flores, surge espontáneamente de nuestro corazón cuando éste se siente fuerte y seguro. Pues sólo entonces considera banal la afrenta del otro y, por eso mismo, puede ignorarla de verdad y olvidarla para siempre.

Las agresiones verbales provocan el deseo de revancha. Cuando manifestamos nuestros sentimientos con amabilidad, el tono de la conversación se vuelve menos acusatorio, lo cual puede mover a la otra persona a corregir sus faltas.

Sin duda, es más fácil no decir lo que pensamos en un momento de ira, que disculparnos después.

Pensemos un momento en ello… dejemos que el perdón le gane la partida a la ira.

“La respuesta, cuando es apacible, aparta la furia, pero la palabra que causa dolor hace subir la cólera” (Proverbios 15:1).

(Para Eva, sabes que es para ti)